Algo que sorprende al viajar a los Balcanes en pleno siglo XXI, es constatar como ese binomio clásico tan estudiado en historia que vincula religión y nacionalismo tiene continuidad y pleno apogeo en un momento histórico en el que se habla de laicidad, de crisis de los valores, que conformaron la vieja Europa, y de relativismo.
Es cierto que esta relación no es nueva en el longevo continente que habitamos, donde los ejemplos de este planteamiento de reafirmación nacional tomando como base una moral única ha plagado nuestra historia de ejemplos: el modelo del nacional catolicismo en España como base de consolidación del franquismo, el conflicto en las islas británicas polarizado en católicos y protestantes (conviene recordar que ambos cristianos) , o la revolución en Polonia frente a la dictadura de Jaruzelski , donde el componente católico del movimiento Solidaridad, dirigido por Walesa, contó con el apoyo cerrado de la Santa Sede y del Papa que ejercía como tal en ese momento.
Esta última referencia incluye además otro componente no menos interesante, la asunción por parte de la sociedad que católico implica claramente posicionarse como anticomunista. Esto tampoco es nuevo, ni exclusivo de los Balcanes, aunque no es menos cierto que resulta paradójico si atendemos a movimientos como la Teología de la Liberación, el papel de muchos cristianos en movimientos sociales claramente vinculados a planteamientos de igualdad y solidaridad no exentos de teorías marxistas o movimientos históricos y recientes que reivindican la pobreza evangélica y el compromiso social desde principios teóricos de clara inspiración comunista. Será que el relativismo, como posicionamiento epistemológico, pone en evidencia que teoría y práctica, muchas veces han generado, realidades finales claramente irreconocibles desde el postulado inicial que las promovió.
La guerra fratricida que desangró estas bellas e interesantes tierras, suponiendo una auténtica vergüenza para la supuesta unidad europea, tuvo una de sus bases explicativas y sobre todo reivindicativas en la religión. La exaltación del movimiento nacional se verificó no sólo contra la delirante política de la Gran Serbia, sino contra los ortodoxos que a la sazón exacerbaron los sentimientos nacionalistas serbios –banderas y símbolos corroboran esta realidad-. Este sentimiento fue todavía más intenso contra los bosnios –musulmanes- que sufrieron a los serbios, pero también a los croatas.
Los apoyos en este abominable e irracional conflicto se vertebraron y concretaron en función de un principio ontológico de encuadramiento, claramente vinculado al nacionalismo decimonónico, en esa espiral de locura entre hermanos que asoló el territorio europeo para mayor escarnio interno e internacional de esa supuesta unidad política europea que aún hoy es una entelequia.
Hoy la realidad es bien distinta eslovenos, bosnios, croatas y serbios conviven en armonía e incluso en colaboración al menos de cara al visitante, quien sólo ve algunas huellas del horror, como los renovados tejados de Dubrovnik, las desagradables huellas en Karlovac –casas destruidas, restos de metralla en las paredes-, pero también disfruta de un viaje por Eslovenia y Croacia con un conductor bosnio con nacionalidad eslovena que nos enseña su país en los 6 kilómetros de costa que Bosnia tiene en Neum.
Sin embargo, las huellas de esa vinculación entre nacionalismo y religión aparecen por todas partes: en el mural de Glagolítico de la catedral de Zagreb –reconocida por Juan Pablo II como la cuarta lengua de las escrituras-, en los escudos de la iglesia de San Marcos, también en la capital, en el origen mesiánico de Severo en Split, o en la devoción que observamos en la catedral de la ciudad por el San Domnio, mártir cristiano perseguido por Diocleciano. También en la omnipresencia, en cada rincón de la ciudad de Dubrovnik, de San Blas o en las puertas labradas de la Catedral de Ljubljana, donde la figura del Papa polaco culmina un relieve con toda la historia de Eslovenia, realizado tras conseguir la independencia.
Otro ejemplo grandioso por su volumen como podéis apreciar es la estatua de Grgur Ninski, obra de Ivan Mestrovic en 1929, la historia de este personaje aúna esa relación entre religión e identidad nacional en este caso vinculado con la lengua. Grgur Ninski era un Obispo del siglo X, conocido por haberse enfrentado fuertemente al Papa y a los oficiales, y por haber introducido el idioma croata en las misas y demás servicios religiosos después de la Gran Asamblea de 926. Hasta este tiempo, se decía la misa solamente en latín, y la mayor parte de la población, que a penas sabía leer, no entendía nada de lo que se decía. El problema es que los trataban de evangelizar y a la gente poco culta se le obligaba a asistir a misa. Eso fue importante porque no solo difundió la cultura y el idioma croata pero además hizo la iglesia más importante a dentro del reino de Croatia.
El culto mariano es otro indicio de la realidad a la que aludimos como muestra el conflicto aún latente entre Bosnia y Croacia por el santuario de Medjugorje.
Es evidente que pese a nuestra tecnificada y relativista sociedad, todavía hoy algunos argumentos que estudiamos en clase para explicar justificaciones y realidades históricas muy remotas, son la base justificativa y claramente identitaria de la realidad sociológica de las jóvenes naciones que hoy redefinen la concepción de la unidad europea. El pasado como tanta veces os digo explica el presente y puede ayudarnos a no cometer los mismos errores en el futuro.
El culto por las reliquias y los mártires que hoy nos sugiere Vicente, en un interesante artículo, no está tan alejado de la realidad actual como podríamos suponer.
Fotos de JV y Eugenia
Las fotos son libres se ruega citar autor y fuente
1 comentario:
Espectacular el artículo
Vicente
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