Este verano estoy eligiendo lecturas que lejos de propiciar un estado de animo que debería ser bastante positivo, me recuerdan que los logros humanos no son sino oropeles tenues que nos recuerdan la inevitable levedad de lo que creemos es muy importante y que normalmente desaparece con nuestra propia existencia. Esto unido a lo fatuo y efímero del éxito que dura muy poco, para el esfuerzo que muchas veces ponemos en conseguir las cosas, aunque el viaje siempre merece la pena. Este es el sentido de la última novela de Eduardo Mendoza. Afirma el autor "La vanidad es el pecado que más deprisa recibe su castigo, o afirma sin ambages…este premio no es magnífico. En realidad es una ridiculez. Todos los premios lo son". Yo añadiría que lo importante no es el fin, sino el recorrido que lleva a la meta.
Este es también el verano de las criticas a un sistema que nos encasilla y donde los santos, yo diría mejor las santas quieren su espacio: “Ustedes son personas útiles, capaces de mantener el mundo en un estado ficticio pero eficiente de cohesión y de progreso gracias a su infinita capacidad de corromper y de dejarse corromper y de creer en el valor de lo fútil. No lo digo como un reproche, ni como una alabanza. Comparados con el resto de las personas, no son ustedes mejores ni peores, sólo más evolucionados, gracias al progreso científico y filosófico de nuestra civilización ficticia”.
Como digo, me parece un libro de mujeres liberadas de formas muy particulares, unas a través de una lucha callada en una sociedad de apariencias, otras luchando contra todos para hacer su trabajo y una tercera desde la revolución que supone educar y con ello cambiar el destino de algunos. Todas ellas madres cuyas historias las narran sus hijos, aquellos que han aprendido de ellas y las ensalzan, aunque en los tres casos la maternidad haya sido más obligada que deseada. Por ello, habló de las santas que generan tres peculiares personajes cuya vida es poco convencional, poco edificante y con una moral laxa que les acerca a la marginalidad emancipadora donde quizás resida su santidad casi anacoreta, ya que todos son seres solitarios y por ello únicos.
Dice Eduardo Mendoza en su prologo que “son santos en la medida en que consagran su vida a una lucha agónica entre lo humano y lo divino…: su vida trasciende lo humano en la medida en que poseen una visión global de la existencia que los demás disolvemos en el prosaico desglose de los días”.
Según el propio autor este es el libro que más cerca ha estado para él de ayudarle a conjurar sus fantasmas, yo le he leído mucho y creo que aquí hay mucho del Mendoza viajero que siempre vuelve a su Barcelona amada y que por su trayectoria conoce las tristezas de la posguerra y algunas de las miserias humanas que ensalzan una vanidad poco útil y efímera aunque reveladora: “Tampoco a este respecto abrigaba el menor engaño: éste no era un viaje de iniciación, ni esperaba obtener ninguna revelación como recompensa a sus esfuerzos, ni menos aún obtener un atisbo sobre el sentido de su existencia; cuando emprendió el viaje estaba convencido de estar viajando hacia una decepción y se preguntaba si la decepción no era en realidad el objeto último de su búsqueda”.
Es una buena excusa para pensar un poco sobre lo que buscamos: reconocimiento o disfrutar sin más.
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